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Las cárceles: ese infierno cercano que toleramos cada día

Ariel Zúñiga

Lunes 12 de mayo de 2008, por Ariel Zúñiga

La esclavitud aún impera en las fazendas brasileras, en las estancias paraguayas y bolivianas; los niños trabajan en las minas en el Perú. Qué decir de los infiernos que se viven en el África, India, Indochina, Rusia y China; y aquellos provocados unilateralmente por codicia y compulsión hegemónica en Afganistán e Iraq. Pero todas esas barbaridades ocurren en el borde de lo civilizado, en la frontera y más allá. Se supone que dentro de las murallas de la polis la calidez de los derechos humanos nos abraza; se supone que las bestialidades las comenten individuos desquiciados a los cuales los custodios del orden los apartan evitando que perseveren. Cuando grupos organizados causan dolor hablamos de asociaciones criminales y si nos apuran, de terroristas.

Pero en cada una de nuestras ciudades existe al menos una cárcel, en donde se supone habitan quienes se han apartado de la civilización en forma transitoria por rebasar lo tolerable. Pero no se trata de una pena de extrañamiento como la de aquellas tribus que obligaban a algunos apartarse y no volver sino que a un espacio dentro de la civilización que se supone se rige por similares normas a las extracarcelarias adaptadas a la ausencia de libertada ambulatoria.

La realidad en este punto es diametralmente opuesta a la teoría. La cárcel es el infierno. Dante se quedó corto: el olor es peor que el del azufre; hambre; frío siberiano, calor húmedo; tormentos a la orden del día causado por los superiores y los pares; angustia, soledad y claustrofobia; ratas, piojos y cucarachas; hacinamiento, promiscuidad, violencia. La cárcel es el peor lugar para un ser humano y quien la haya sobrevivido nunca más tendrá otra pesadilla que su recuerdo. Alguien que haya soportado la cárcel no podrá ser extorsionado por nadie, nunca más un ser humano lo podrá desafiar sin pagar las consecuencias, el miedo será un sentimiento de los otros.

Ese infierno lo soportamos a unas cuantas cuadras. Consideramos civilizado delegar en otros la tortura y decretar tormentos. Nos parece normal que los que se dedican a la usura, nos explotan o saquean las arcas fiscales caminen libremente por las calles mientras otros deban habitar el infierno culpados de sustraer unas cuantas chucherías o de vender aquello que otros desean comprar.

Puestas así las cosas nuestra civilización, de la que presumimos habitualmente, es un fraude.

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