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CHILE - Los detenidos desaparecidos

Ariel Zúñiga

Lunes 12 de enero de 2009, puesto en línea por Ariel Zúñiga

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Que una ínfima cantidad de casos de los considerados oficialmente “detenidos desaparecidos” durante la dictadura militar no lo fueran, debido a fallecer con anterioridad a los hechos o estar incluso hoy vivos residiendo en otro país, en ningún caso eclipsa que en el 99,9% restantes el estado haya procurado su muerte y su desaparición hasta nuestros días.

La desaparición forzosa de personas es quizá una de los más brutales dispositivos de tortura que se conozcan debido a la extensión del dolor producida con un escaso trabajo por parte de los verdugos. Los sobrevivientes saben que se los puede tragar la tierra en cualquier momento y que nada lo impedirá. La incertidumbre acerca de la muerte acrecienta el dolor de los deudos; las puertas cerradas y las mentiras oficiales actúan como un ácido ligero que carcome a cada uno de los sobrevivientes. El efecto que se procura pronto se consigue: El sometimiento. Nadie es suficientemente valiente para sustraerse de un miedo tan profundo; nadie está obligado a lo imposible y por ende, la santidad es excepcional.

Dentro de una cultura cristiana en general y católica apostólica en particular, el no poder despedir al cuerpo, a los restos mortuorios, velarlo y consiguientemente enterrarlo, produce una afrenta mayúscula comparable a la muerte misma. Ninguna tumba donde dejar una flor, una lágrima; o una lápida que encerar y pulir sólo como una madre dolorida puede hacerlo.

En Argentina se utilizó, durante la guerra sucia, la desaparición forzosa como un planificado sistema de exterminio físico de una generación que portaba una convicción y un pensamiento; en Chile, en cambio, el objetivo fue el exterminio moral de una generación completa. No se trataba tan sólo de evitar la interpelación nacional e internacional por ejecuciones sumarias por razones políticas, sino que aterrorizar a la población contraria al régimen evitando su rearticulación.

La política nacional de desaparición forzosa no habría funcionado sin los medios que hurgaban en la herida, con los artífices de la cruel ideología de la negación. El terror no era completo si es que no se negaba y hasta banalizaba el legítimo dolor y las urgentes interrogantes.

Tal cual algunos nazis aún niegan el holocausto, algunos pinochetistas aún insisten con la estupidez que los desaparecidos no fueron más que un invento del marxismo internacional.

El mínimo margen de error del informe Rettig, mediante el indefendible trato que le ha dado la prensa, ha alimentado el delirio de este grupo minoritario pero que bien a logrado ubicar a sus hijos en cargos de poder. Como líquido revelador ha actuado sobre la esquiva realidad mostrando a todo color a todos los momios que conseguían dormir en paz tapando el ruido de los torturados con páginas del mercurio o ediciones especiales del canal nacional.

Tras veinte años de campaña que ha evitado que alguien diga que eso nunca ocurrió siguen muchos viviendo en esa realidad alterna. Y qué duda cabe, muchos de ellos son periodistas. Esa es la razón por la cual un par de casos desaten una reacción en cadena que busca negar lo que está claro: Las personas que desaparecieron no fueron abducidas, ni entraron en una puerta interdimensional; está acreditado que las fuerzas armadas asesinaron y luego buscaron esconder sus atrocidades y sembrar la incertidumbre en todo un pueblo.

Y está claro que su objetivo era imponer las instrucciones de la clase dominante en un momento crítico en que sus campañas comunicacionales habían sido insuficientes. Y está claro que consiguieron a unos cuantos perros para que ejecutaran la tarea pues, como reza el dicho, siempre podrá contratarse a la mitad de los pobres para que mate a la otra mitad.

No han reaparecido algunos detenidos sino que se ha demostrado que fueron mal calificados como tal. El que eso haya ocurrido no debe más que alegrarnos pues es una grata noticia que un par de personas se salvara de tamaña masacre.

Y lo que debe alertarnos lo sucedido es sobre la falaz ideología de la educación de los derechos humanos, en procura de una cultura que por sí asegure el nunca más: Las muertes, las desapariciones y las torturas no son más que la fase terminal de una crisis que hoy mismo se encuentra desatada, de un mundo en que unos mandan y otros obedecen, unos se benefician y otros se perjudican. Ninguna educación ni cultura nos librará de futuros holocaustos mientras no solucionemos la cuestión estructural que los producen.

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