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Cultura y leyes de la naturaleza

Bruno Peron Loureiro

Miércoles 4 de diciembre de 2013, por Barómetro Internacional, Bruno Lima Rocha

Mientras los gobiernos de algunos países buscan insaciablemente los aspectos nobles y patrimoniales de la cultura (y así gastan bastante tiempo y dinero con políticas para la restauración de espacios y patrocinio del teatro) los Estados Unidos diseñan su política cultural de manera muy diferente. Los gestores del país norteamericano entienden la cultura como entretenimiento desvinculado del Estado y así depositan su música y sus películas en todo el mundo, según sugiere Paul Tolila en su libro Cultura y Economía (2007). Pero esta visión de la cultura como ocio, interpreto yo, fortalece a todos los otros sectores de políticas públicas en los Estados Unidos. Para dar un ejemplo, el uso de las redes sociales (Facebook, Linkedin, Twittter, etc.) –en este sentido una práctica cultural– proporciona a empresas estadounidenses datos completos de los gustos (afectivos, editoriales, musicales, políticos, religiosos, turísticos, etc.) de sus usuarios.

La cultura es ostentosamente importante en la conducción de modelos de sociedad. Mientras tanto, es preciso aclarar y ampliar lo que se entiende por ámbito de cultura.

Ampliaré el significado de cultura, en lugar de reducirlo. Antes de esto, expongo cual es el tendón de Aquiles en el debate sobre el concepto de cultura.

El tratamiento más común que se da a la tarea de entender, explicar y definir la cultura es que ésta precisa relacionarse con algo más para obtener sentido, porque cultura es generalmente una dimensión de algo que se administra flexiblemente de acuerdo con intereses particulares. De hecho, la cultura requiere habitualmente referencias para ser entendida por qué, de lo contrario, se vuelve una palabra abstracta, genérica y sin sentido.

Cultura podría ser todo y al mismo tiempo, nada. Este es el mote de los críticos al papel de la cultura en el desarrollo y del conservadurismo académico en ciertas disciplinas que enriquecen su “núcleo duro” y se olvidan de los mecanismos del “poder blando”.

Mientras tanto, el gran problema de la mayoría de las definiciones e interpretaciones existentes es precisamente el abordaje de la cultura en relación a algo más, sin lo cual no puede entenderse. Por eso la mayoría de ellas instrumentaliza la cultura y la limita a la prisión del lenguaje. Los asuntos relacionados con el espíritu no tienen la fluidez que merecen cuando se expresan por medio del lenguaje.

Debido a este embrollo conceptual propongo entonces una interpretación que reduzca el riesgo de instrumentalizar la cultura o de circunscribirla a un campo de referencia de intereses particulares. Estas prácticas son muy comunes en organismos públicos que gerencian la cultura o en la expectativa de los lobbies que todo el año esperan sus presupuestos de Tesorería (en lugar de Ministerio) como perros hambrientos en espera de su ración de buena carne.

Siendo así, mi perspectiva sobre la cultura es que la noción clásica sobre la cual todo lo que no forma parte de la naturaleza es cultura, se reanima por la indagación moderna de una propuesta interpretativa antigua que duró muchos siglos. El filósofo griego Aristóteles, que vivió en el siglo IV a.c. interpretó physis y techné respectivamente como aquello que no es hecho por lo humanos y aquello que tiene origen humano. Sin embargo, la situación moderna a la que me refiero se explica por la cultura como la materialización de la disfunción moral y simbólica que la Humanidad produce. La existencia de cultura es únicamente justificada como una expresión de este desajuste entre las leyes de la Humanidad y las leyes de la naturaleza. Esta disfunción se reduce gradualmente cuando la cultura se convierte en naturaleza en la medida en que la producción del espíritu (en sus manifestaciones humanas) se aproxima a la de las leyes naturales, que todavía son insuficientemente comprendidas y reproducidas por nosotros. Consecuentemente, este desajuste es precisamente lo que perpetúa el término cultura en plural (culturas) y justifica el uso de adjetivos tales como diversas, plurales, milenarias, tradicionales, populares, modernas, cultas, elitistas, hegemónicas, dominantes, subalternas, masivas, universales y sus otros infinitos atributos. Por lo tanto, cualquier tentativa de delimitar los significados de la cultura implica un imprudente riesgo de transformación del sueño de sus intérpretes clásicos en una quimera de los intérpretes modernos.

De esta forma, para dar un ejemplo, la interpretación de justicia fuera de las leyes de la naturaleza es un reduccionismo cultural. La aproximación a las leyes de la naturaleza se hace sin embargo mediante esta reducción. Así, entendemos también las leyes de la naturaleza en forma reducida.

Por eso, cualquier intento de representar las leyes de la naturaleza fatalmente revela uno de los devaneos de la modernidad. Por fin es notorio que las culturas occidentales que el ser moderno expresa, se desgastan continuamente en angustias.


http://www.brunoperon.com.br

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